Reconciliarnos con nuestras emociones.

Vivimos en una época paradójica. Por un lado, hablamos cada vez más sobre salud mental. Por otro, hemos caído en una peligrosa tendencia de psiquiatrizar las emociones. Sentir miedo, tristeza, ansiedad o vergüenza ha pasado de ser parte natural de la experiencia humana a considerarse sospechoso, problemático, incluso patológico. Se nos ha enseñado a ocultar lo que sentimos, a no incomodar, a «estar bien» siempre. Pero ¿a qué precio?

El resultado de este paradigma es un alejamiento profundo de nuestra vida emocional. Aprendimos a desconectarnos de nosotros mismos, a no escucharnos, a disfrazar lo que sentimos o a anestesiarlo con actividades, pastillas, distracciones o diagnósticos.

Las emociones no son enfermedades. Son señales. Mensajes. Son manifestaciones fisiológicas, cognitivas y conductuales que nos traen información valiosa sobre lo que vivimos, lo que necesitamos, lo que nos duele, lo que nos importa. Sentir no es un error ni una disfunción: es una función vital.

La ansiedad, el miedo, la tristeza o la vergüenza no surgen de la nada. Son respuestas adaptativas. Cuando las sentimos, están tratando de decirnos algo. Negarlas o suprimirlas solo agrava el malestar. Es como poner una alarma en silencio sin atender la causa del incendio.

El miedo, por ejemplo, nos avisa de un peligro. La tristeza aparece ante una pérdida o una desconexión. La vergüenza nos habla de una herida con la mirada del otro. La ansiedad nos pone en alerta frente a algo incierto, algo que nos importa y que sentimos que se nos escapa de las manos.

Hoy en día la frontera entre lo clínico y lo humano se ha ido desdibujando. La psiquiatría actual y su DMS, ha ampliado tanto la definición de trastorno que casi cualquier experiencia emocional intensa podría encajar en algún diagnóstico.

La timidez o la vergüenza se convierten en fobia social. La preocupación o la anticipación se etiquetan como trastorno de ansiedad. La tristeza profunda o el duelo prolongado se consideran depresión. La inquietud, la impaciencia o el aburrimiento pueden pasar a formar parte del TDAH. La rabia o el malestar corporal se pueden etiquetar de trastorno por somatización. Incluso la soledad, parece que ya apunta a convertirse en una nueva categoría diagnóstica, así como la preocupación por el medio ambiente ha dado lugar a un nuevo término: eco-ansiedad.

Según diversas estimaciones, hasta un 40% de la población podría ser considerada “clínicamente enferma” si aplicáramos estrictamente los criterios actuales de diagnóstico. ¿Realmente somos una sociedad tan enferma, o estamos confundiendo humanidad con patología?

No se trata de negar el sufrimiento psíquico. Existen, por supuesto, trastornos mentales que necesitan ser atendidos por profesionales de la salud y tratamiento médico.

Lo que digo es que no todo malestar es patológico. Y que no todo lo que incomoda necesita una etiqueta. Quizás lo que realmente necesitamos, en una sociedad que privilegia la comodidad y la satisfacción inmediata, es desarrollar una mayor capacidad para tolerar la frustración y la incomodidad, en resumen: aprender a autogestionarnos mejor emocionalmente.

Nos han enseñado matemáticas, historia, idiomas… pero muy poco sobre cómo habitar nuestro mundo emocional. Nadie nos enseñó a reconocer la diferencia entre la tristeza y el agotamiento, entre la rabia y la frustración, entre el miedo y la vergüenza. Nadie nos enseñó a regular lo que sentimos sin reprimirlo ni desbordarnos. A acompañar nuestras emociones con compasión en lugar de juzgarlas o esconderlas.

El primer paso hacia una buena salud emocional es la auto escucha. Aprender a poner nombre a lo que sentimos. Darnos permiso para sentir sin culpa.

Observar qué parte de nosotros necesita cuidado. Preguntarnos: ¿Qué me está diciendo esta emoción? ¿Qué necesidad hay detrás? ¿Qué valor está en juego?

El filósofo danés Søren Kierkegaard escribió que “la angustia es el vértigo de la libertad”. Esa frase, tan bella como profunda, nos invita a mirar el malestar no como una enfermedad, sino como una consecuencia de nuestra condición humana. Somos libres, y por lo tanto, responsables. Elegimos. Nos equivocamos. Nos enfrentamos a la incertidumbre, a los duelos, a lo que escapa de nuestro control. Y eso produce angustia. Pero también es señal de que estamos vivos, de que hay algo dentro que aún busca sentido.

Imagina una sociedad donde enseñar a reconocer las emociones fuese tan importante como aprender a leer. Donde un niño pudiera decir “estoy triste” y no se le respondiera “no llores”, sino “cuéntame qué te ha pasado”. Donde hablar de ansiedad o soledad no fuera un tabú, sino una invitación al encuentro. Donde sentir no fuera un signo de debilidad, sino de humanidad.

Esto no depende solo de las políticas de salud o de los manuales clínicos. Depende también de nosotros, de cómo nos relacionamos con nuestras propias emociones y con las de quienes nos rodean.

Cada uno de nosotros puede hacer algo y podemos empezar hoy. Escuchándonos con honestidad. Nombrando lo que sentimos sin miedo. Acompañándonos con compasión. Drenando lo que duele, no para reprimirlo, sino para entenderlo.

Si sientes que te cuesta conectar con lo que sientes, darte permiso para habitar tus emociones o encontrar sentido a lo que estás viviendo, quizás sea momento de acompañarte desde otro lugar. No se trata de corregirte, sino de comprenderte, de recuperar el poder de sentir para vivir con más autenticidad y presencia.

Como Gestalt Coach certificada en diferentes herramientas psicoemocionales, y habiendo atravesado y superado en primera persona diferentes crisis vitales, te ofrezco un espacio seguro para que puedas escucharte, reconocer lo que emerge en ti y desarrollar nuevas formas de relacionarte contigo mismo/a y con los demás.

Publicaciones Similares